Y en cuanto dijo quién hablaba corté. No era Joseph Campbell, ni Stephen Hawking,
ni Claude Levi-Strauss, ni Mircea Eliade.
Era Ricardo Darín. Por eso supe
que no iba a contarme nada que pudiera interesarme. También me llamaron Martín Lousteau, Gabriela
Cerutti y Horacio Rodríguez Larreta. A
todos les corté inmediatamente la comunicación.
Trabajo en un escritorio de PC con el teléfono de línea al lado. Siempre atiendo. Puede ser un llamado de trabajo. En todos los casos, estaba haciendo eso
precisamente cuando sonaron los rings.
Siempre durante un momento de alto grado de inspiración, que puede ser cualquiera
durante el recorrido de una narración.
Interrumpieron mi tarea, me sacaron de eje y, finalmente lograron
irritarme al espantar mi musa.
Es cierto que estamos en tiempo electorales y
que el egocentrismo de los candidatos les obliga a sacar la cabeza de cualquier
agujero para anunciar que es el mejor de todos, incluso más que vos, pero, ¿quién
les diseña las campañas? ¿La
oposición? ¿Acaso no saben que nadie
quiere hablar con una grabación o una máquina?
Quien tenga mi edad –nací tres años antes que el Media-Tico Adol-Fito
Páez- habrá sufrido la disruptiva aparición del contestador automático. Cuando llegabas a tu casa veías titilar la luz
indicadora de mensajes. Al intentar escucharlos,
todos habían cortado sin responder a tu alocución. De a poco, nos fuimos acostumbrando a su útil
función. Hoy, los smartphones le han
firmado el acta de defunción y pronto lo harán con el correo electrónico, del
que tanto nos asombrábamos.
Pero ojo, también
se usa aún para enviarte spams. Ciertas
compañías venden a otras listados con millones de ellos. Tengo varias direcciones de origen incluidas
en la carpeta de “No deseados”. Debajo
de cada uno de ellos podrán leer un presunto alentador link que dice “Clickee
aquí si no quiere recibir más este mensaje.”
Error.
Cuando lo hacés,
estás confirmando que lo recibiste, asegurándoles que tu dirección es real y
que vos estás detrás. Aunque hay
algunos, por ejemplo, que van firmados con nombres femeninos, acompañados por
la fotografía de una chica bonita que reza: “Ayer te escribí y no me
contestaste. ¿Por qué?”. También van a parar a la basura.
Volviendo a los
llamados, recibí el del subcomisario TAL.
Un truco más viejo que el “toco mocho”.
Que si uno tiene un pariente en la vía pública. Que tuvo un accidente. Y otro qué.
Uno va entrando con miedo y empieza a revelar nombres hasta que le dicen
que tienen secuestrado a ese pariente.
Ni bien oí el grado de “subcomisario”, le hice observar que él era una
hez maloliente hijo de una meretriz y lo envié a la vagina de esa mujer. No se ofuscó, parecía acostumbrado a recibir
semejantes epítetos. Con voz calma
respondió que tenían secuestrada a mi mujer, mientras, en realidad, ella estaba
barriendo el living a tres metros de mí.
Continuó con que entre cinco compañeros la estaban violentando. Le dije a su vez, que yo había sodomizado a
su madre, quien era la más lúbrica de todas las mujeres que habían pasado por
mi vida. No le importó, como era de
esperar. Sabía que alguien se lo había
hecho a su madre antes que yo. Luego de
una larga e ingeniosa retahíla de insultos, tuvimos que recurrir al diccionario
para encontrar otros nuevos. No los
había. La amable charla se fue distendiendo. Primero rió él, lo seguí yo, y terminamos como
dos amigos. Nos despedimos con un “Bueno,
chau, chau, seguí con lo tuyo.”
Otras llamadas que siempre recibo es para
solicitarme “una breve encuesta”. Parece
que todavía no se avivaron que para que les responda, deben primero pagarme,
como se hace en cualquier país civilizado.
También me llaman
los bancos para ofrecerme dinero, tarjetas de crédito y seguros de vida, además
de las compañías de cable o internet para venderme sus paquetes mejores que el
mío a mitad del precio que pago.
Entonces, ¿por qué no me lo reducís a mí, que soy viejo cliente, en
lugar de ofrecérselo a uno nuevo? Cosas
de la magia que ni el mismo Alesteir Crowley lograría desentrañar. Es cierto que existe un servicio, creo que de
las telefónicas, no sé, denominado “No llame”, o algo por el estilo, donde
podés inscribir gratuitamente tu número entre otros para que desaparezca de las
listas de los telemarketers, trabajo ingrato si los hay. Entre paréntesis, recuerdo un episodio de los
“X-Files” que me puso los pelos de punta como el Moe de los Tres
Chiflados. Un telemarketer encerrado en
su cubículo de uno por uno, doce horas al días, en medio de cientos de
cubículos iguales, se estresaba tanto que veía caminar por el salón una
langosta gigante.
Volviendo al “No
llame”, desconfío también de ello, como paranoico que soy. Si te anotás ahí, pasás a formar parte de
“otro listado”, mientras que si no lo hacés, continúas siendo un anónimo grano
de arena en la playa.
En tanto, he
tomado un descanso de trabajo para distraerme en esto, mientras espero que
suene el teléfono.