jueves, 9 de septiembre de 2010

SEGUNDO PREMIO


No fue intención de engañar a mis contados seguidores, sino de gastarles una broma. El post anterior no es crónica, ni aviso, ni presentación, sino un relato corto que participó en el "Concurso de Cuento Policial", organizado en 1999 por el diario "La Voz del Interior" de Córdoba, Argentina. Luis Guzmán, Silvia Iparaguirre y el Jede de Redacción de "La Voz" conformaron el jurado. A "Marketing" le fue otorgado el segundo puesto.
También era la segunda vez que ganaba un premio, pero era como la primera. Mientras El Jefe de "La Voz", me lo comunicaba desde el otro lado del teléfono, yo lloraba arrodillado. No por los mil quinientos pesos/dolar, sino porque había participado voluntariamente del concurso, escrito el cuento especialmente para él, con la expectativa natural que tal hecho conlleva.
Al principio me decía que no podía ganar. Había demasiados talentos dispuestos a un puñado de dólares y un requecho de prestigio. Pues bien, no fue así.
El primer puesto se lo llevó un muchacho de San Francisco, Córdoba. El mío no fue ni tan "last", ni tan "least". Y lo más importante, me dejó una voz literaria que volví a usar en una novela aún inédita. Claro, ya no se trata de un relato corto. Es algo más vasto.
Dificilmente un realizador de cortometrajes pueda rodar un buen largo. Está bien, dirán, los grandes realizadores comenzaron forzosamente rodando clips. Pero no todos los cliperos llegan al largo. O si lo logran, quedan pedaleando en el vacío con su ópera prima. Argentina es uno de los países, en relación a su población, con más únicas óperas primas del mundo. Sin segundas partes, sin otra oportunidad. Con suerte, esos tipos quedan dirigiendo comerciales de Colgate.
Como excepción, recuerdo ese puñado de críticos formados en la mítica revista "Cahiers du Cinema" que se largaron a la calle, cámara en mano, para fundar la "nouvelle vague".
Por volver a la literatura, Borges nunca escribió una novela, aunque siempre exista alguno que intente exhumarla, al menos en el plano de la ficción.
El punto es que había recibido un premio y, por supuesto, viajé a Córdoba a tomar lo que era mío.
A los agasajados nos alojaron provisoriamente en una sala. Entre amigos y familiares, éramos como veinte. Todos se miraban con recelo, duritos y silenciosos como momias. Para romper el hielo, pregunté en voz alta y clara quién había ganado el primer premio. El muchacho de San Francisco levantó la mano tímidamente y como todos entendieron que no estaba prohibido hablar se armó el cotilleo.
Un secretaria rogó que la siguiéramos hasta el salón de actos. Hubo foto, entrevista, placa, copetín y dinero. Pero el jurado faltó a la cita con el viaje pago.
Adujeron paro de controladores aéreos y me pregunté con qué otras tonterías seguirían escondiendo su pereza. Hasta que entré a la sala de abordaje del novísimo aeropuerto cordobés.
Por allí corrían jaurías de niños salvajes, centenas de ellos, extraídos de "El Señor de las Moscas", pero vestidos con uniforme y sin isla desierta. Dios, rogué, no permitas que viajen en mi vuelo. Esta vez, Dios no me escuchó.
Las butacas de clase turista estaba formados por dos filas laterales de tres butacas por línea ocupadas por cabecitas gritándose, peleándose y revoleando bolsos. Yo había elegido ventanilla para ver el paisaje, como hago siempre que vuelo. Un modo de conjurar las fobias. Ya estás en el cielo cuando te morís.
Me senté en la ratonera cuando, a los segundos, un gordo trataba con saliva y sudor encajar el culo entre los estrechos posabrazos de la butaca media. Sin mirarlo, acoté con elegancia que él debía viajar en primera. Aquello llamó su atención. Quería saber más sobre su distinguida persona y cometió el error de preguntar por qué decía yo eso. Por lo ancho de las butacas, tuve que admitir con solemnidad.
El gordo decidió ahí mismo que ya no tenía nada más que hablar conmigo y enrocó su lugar con un silencioso alumno de uniforme azul, quedando el gordo en la butaca del pasillo. Lugar útil para ir a la toilette, aunque carente de estética topográfica.
Mientras miraba el cemento inmóvil de la pista, el gordo se arrodillaba en su butaca, mirando hacia atrás, girando la mano en alto y gritándole a la turba: "¿Cómo viene la mano?" El fuselaje estallaba en agudos aullidos prepúberes que no le hacían nada bien a mi dolor de cabeza. El gordo era el indudable líder hasta que una azafata le ordenó sentarse como es debido y ajustarse el cinturón. La aeronave carreteó y se alzó en el aire como Dumbo.
Al gordo no le bastaba. Aún de espaldas a sus cadetes seguía agitando la mano a grito pelado. Pero el chico a mi lado se mantenía en silencio, acurrucado, pálido con el flequillo pegado con sudor a su frente.
No me siento bien, farfulló, y ahí nomás, vomitó.
Como imaginarán, no era experto en tiro al pichón, por lo que sus perdigones alcanzaron mi pantalón de lino de Sain Laurent, que tanto había atesorado para un día como esos.
El gordo quedó petrificado, en tanto que el chico me miraba como pidiéndome perdón, pero incapaz de conseguirlo. Con un gruñido busqué la bolsa de papel en la guantera. Gracias a Dios. En cuanto la tuvo en su mano volvió a verter en ella lo que quedaba en su estómago. El gordo seguía sin saber qué hacer. La manito ya no le funcionaba.
Llamé a una azafata para que retirara la bolsa usada y trajera nuevas. Para ser sincero, la mujer no hizo nada más que eso. El pibe le importaba un carajo.
Por efecto de su propia naturaleza viscosa, pequeños y blancos corpúsculos predigeridos se negaban a abandonar parte de su cara desencajada. Saqué de mi mochila un paquete de pañuelos de papel para que se limpiara y evitar así mis náuseas. En uno de ellos, vaporicé una buena pinta del carísimo e inhallable "New West" para que aspirara algo agradable que atenuara su malestar. Me miró con miedo preguntándome qué clase de cosa era aquella que le incitaba a aspirar. Se ve que sus padres le habían aconsejado bien.
Perfume, gil, espeté mientras se lo enchufaba de prepo en la ñata. Por suerte, le gustó.
Uy, se admiraba el gordo, cuántas cosas útiles que tenés en la mochila. Sos todo un experto en vuelos.
Yo guardaba más cosas que nunca supo: una tira casi vacía de lexotanil y un ventolín, por las dudas.
El chico seguía sintiéndose mal. Imaginaba yo todavía cuántos esfínteres le quedaban por usar cuando el capitán anunció por altavoz que habíamos llegado a Buenos Aires, pero que sobrevolaríamos la bella ciudad iluminada por dos horas más por problemas técnicos en el aeropuerto. Recordé entonces la excusa del jurado. En efecto, los controladores exigían aumento de suelo. Al pibe lo señalé con el dedo y le ordené que se serenara, mientras sentía que los nervios empezaban su trabajito en mi sistema parasimpático.
Llegué a casa de madrugada. Mi mujer dormía. Tuve que comerme unas porciones de pizza en la barra de La Americana. Pero estaba contento. Venía con mi premio bajo el brazo.

1 comentario:

  1. Hola Morini:
    Acabo de encontrar tu blog, mediante el facebook, de un link de Aballay.
    Muy interesante tus escritos mi estimado, con ese aire de buen humor, es un deleite leerlos.
    Son pocos los guiones de Krhysé que interpreté en la etapa que columba ya estaba tratando de reflotar, pero se hizo lo que se pudo y yo tratando de imitar al gran Falugi!
    Un fuerte abrazo y felicitaciones por el premio:
    PERCY

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