Matar a un tipo no es una
boludez. Hay que planearlo con cuidado. Revisar cada punto para que nada falle. Y, claro, elegir al tipo adecuado para hacerlo. Es cierto que yo podría. Tengo los huevos suficientes. Ya lo hice antes. Pero ahora no
conviene que me vea envuelto en esto. Por eso necesitaba un asesino. No cualquiera. Alguien que hablara poco. Sin mucha marca. Un fracasado recién salido de prisión después de una condena de seis años por asalto a mano armada. Un desesperado al que los cómplices lo hayan ladeado por
yeta. Que ni siquiera tuviera madre a la que
llorarle un tango. En síntesis, alguien de medio pelo como
Amílcar Benedetto. Me dijeron que lo podía encontrar en el
Rodney, frente al cementerio de la
Chacarita. No sé, le deberían gustar los fiambres. Aunque cuando chupaba no probaba ni una papa frita. Así en seco,
nomás. Se sentaba solo en una mesa. Pedía el tubo de tinto, la liquidaba, y se iba caminando de costado, sin estridencias. Creo que hasta él mismo se tenía compasión. Lo que se dice, una basura humana. El tipo ideal para matar a alguien, desaparecer, y no ser relacionado con la víctima. Todos podrían preguntar, revisar archivos, prontuarios, infracciones
impagas y hasta amantes despechadas. Pero nada iba a aparecer. Nadie tendría en cuenta a
Amílcar Bennedetto. Esa tarde lo busqué en el
Rodney. Le pedí una botella de
Carcassone. Demasiado para lo que solía tomar. Se puso tan contento que hasta me enterneció. Pero el guacho no contestaba mis preguntas. Seguía reservado, espiándome a través de las rendijas de sus ojos. Por eso le puse los mil pesos en la mesa. Para romper la
desconfianza y asegurarle que estaba tratando con un tipo serio, como yo. Qué hijo de puta. Ni mosqueó. Cualquier infeliz me hubiese chupado las pelotas por la mitad. Me lo imagino llegando a su cuarto inmundo, duro como la momia, esperando cerrar la puerta para saltar,
reír, cantar, comprarse un cajón de
Carcassone, emborracharse y
vomitarse todo encima. Pero al día siguiente se vino con camisa limpia, escondiendo ese minuto de vulgaridad, de grosero
onanismo, que todos tememos hacer en público. Hasta con
gomina se había peinado el
pelotudo. Le dije
entonces que tenía que matar a un tipo. Que si no quería el
laburo no importaba. Que se quedara
nomás con los mil y
sitehevistonomeacuerdo. ¿Qué tipo?, preguntó mirando el vaso. ¿Sí o no? Nueve más. ¿Nueve más y
agarrás? Nueve más y mato a la familia también. No es necesario, con él me basta. Nueve. Listo. ¿
Quién es el tipo?, volvió a preguntar como si nada. Le dije entonces que se trataba del doctor Juan Carlos Pérsico. Un
abogaducho que había llegado tarde a los juicios contra el estado, que hasta había escrito un libro sobre la dignidad nacional en relación al
mercosur y que tenía algunos amigos en no se qué partido que podían ayudarlo a
postularse para una intendencia del
conurbano.
Benedetto seguía mirándome sin hablar. Ya me estaba calentando. Preguntaba mucho y contestaba poco. Y justo en el momento en que me levantaba para no verlo más dijo que sí. Le aseguré que iba a ayudarlo en todo. Hasta para rajar. Creo que le sugerí
Formosa por la frontera con el Paraguay. Al día siguiente le
regalé una tarjeta trucha para que pudiera alquilar un coche y darse unas
vueltitas por la casa de Pérsico. Para que la viera,
nomás, y se fuera
familiarizando con el lugar. Cada mañana, a las nueve, Pérsico abría el garaje, sacaba el coche, lo dejaba calentando en la vereda,
entraba para despedirse de su esposa y, al fin, arrancaba. Un perfecto perejil para los inseguros tiempos que corren. Es cierto que no era millonario, pero muy pronto iba a
serlo. Era un poderoso en gestación. Un aspirante a importante. Un tipo que, quien sabe, podría llegar a ser intendente. Y en la casa la mujer tendría algunas joyas de la abuela. O, sin ir más lejos, la tarjeta de crédito que Pérsico seguía llevando en la billetera, casi como un bien natural. Un candidato al afano. No sé cómo se había venido salvando. Hay gente que tiene un dios aparte. La cosa es que
Benedetto hizo todo lo que le ordené. Se estudió los horarios. La indefensión de Pérsico. El
lugar exacto donde dejaba el coche. Todo. Pero faltaba algo que
Benedetto pedía con insistencia. El arma. Por eso no había problema. Le di una limpia. La probamos en un descampado. Andaba al pelo. Tenía limados el número de serie y un poco el percutor. Para que fuera celosa,
nomás. Es mejor cuando un tiene dudas. Pero
Benedetto no las tenía. Estaba
completamente decidido a ganarse esos diez mil con dignidad. La dignidad que siempre había creído tener, aún con el calzoncillo cagado. Y el día llegó.
Benedetto se levantó temprano. Yo, no. Total, no iba a enterarme del asesinato más que por radio. Dio algunas vueltas antes. No era conveniente que lo vieran parado en una esquina. Pero a las nueve menos diez se quedó por ahí, esperando. Cuando oyó los
chirridos del portón, aferró la postila aún en el bolsillo. Las balizas
titilantes le dijeron que Pérsico estaba saliendo. Miró hacia los costados y
cruzó la calle en diagonal de una carrera hacia Pérsico, que ya se estaba bajando del coche. No sé qué extraña fantasía
tendrán los tipos que, antes de matar, llaman a la víctima por su nombre. ¿Para qué será? ¿Para que lo último que vean sea la cara de su asesino? ¿Para sentir que están dejando su firma? ¿Porque vieron demasiada
s películas? Nunca lo voy a saber, pero
Benedetto era de esos. Le
gritó: ¡Pérsico! Y Pérsico se volvió esperando vaya a saber qué. En ese momento sonaron los
cuetazos.
Benedetto pareció tropezarse con algo. No se cayó, no. Siguió trotando hacia Pérsico, pero ahora de un modo grotesco, como un inválido al que lo
han empujado de su silla de ruedas. A estas alturas, la pistola de
Benedetto colgaba hacia abajo de su dedo índice. Sus
piernas querían, pero no podían. Y no era para menos. Tenía un buco negro desde la espalda al pecho. Y allí quedó. Cayendo frente a Pérsico, que lo miraba temblando, anonadado,
intentando decir algo aunque le saliera esa estúpida voz de pito que tiene reservada para los momentos de crisis. Alguien de uniforme negro corrió hacia Pérsico con un
fal humeando en la mano. Esperaba atento la aparición de más terroristas, delincuentes, chorros, criminales, asesinos,
secuestradores o cualquier vago que estuviera escondido por ahí. Pero
afortunadamente nadie más apareció. El tipo tranquilizó a Pérsico y ordenó con voz alta y clara a la mujer, que salía de la casa, que volviera a meterse hasta tanto no estuviera seguro de que todo estaba bien. Fue una verdadera suerte que uno de mis empleados anduviera por ahí. Les queda bien el negro, ¿no? Les da cierta autoridad. El color lo elegí yo. Tengo ciertos clientes importantes por el barrio que necesitan de mis servicios. Fue mi empleado quien me informó por
handy del incidente antes que pudiera
oírlo en la radio. Por eso a la tarde fui a hablar con el doctor Pérsico. Le prometí hacer una investigación paralela a la policía. Ya se sabe, hoy en día ni en ellos se puede confiar habiendo tantos
entenados entre ley y
marginalidad. Aunque, a mi parecer, el tipo, que días después sabríamos que se llamaba
Amílcar Benedetto, trabajaba solo. No creo que quisiera
secuestrarlo. Lo más seguro es que fuera un
descuidista que vio el coche nuevo. Lo que sí, Pérsico
no podía estar más sin custodia. Es un hombre importante ahora. Va a ganar la intendencia y yo lo voy a votar. Mis hombres podrían protegerlo. Habría uno asignado a cada miembro de su familia. Y en el frente de la
casa necesitaría focos para la noche. No es imprescindible, pero es mejor. Hay unos automáticos que se encienden por detección infrarroja. Son fenómenos. Hacen descuento al gremio. la nuestra es una empresa de seguridad en expansión. Somos chicos, pero la segunda en importancia de la zona. Contamos con móviles,
comunicación, armas, seguro, licencia, todo. Todo lo que se necesita para vivir tranquilo. Esto no debe volver a ocurrir. ¡Se imaginan la desgracia que podría haber sido si...? Mejor ni pensarlo. ¿Le interesaría hablar sobre nuestros presupuestos? Hay para todas las necesidades.

(
Ilustracion de
Eric Zampieri)