martes, 28 de septiembre de 2010

DAGOS 2007

Para los desmemoriados o los jóvenes, DAGO comenzó a publicarse en la revista Nippur Magnum en la década del 80. En los 70, Robin Wood había escrito un unitario dibujado por Lucho Olivera titulado “Yo, el esclavo”. Si no fuera por la dificultad espacio-temporal, podría decir que Ridley Scott (director) y David Franzoni (guionista), la adaptaron al cine en “Gladiator”. No sé, todavía tengo mis dudas.
Antonio Presa quería que Robin la convirtiera en serie, pero no situada en Roma. Para las autoridades de Columba, aquel imperio significaba el epítome de la civilización occidental, y no era conveniente enfocarse en uno de sus defectos, como pudo haber sido la esclavitud. Debía situarse en una galaxia muy muy lejana. Ya estaba apalabrado Salinas como su dibujante. Solo faltaba el personaje.
En uno de su escasos viajes a Argentina, Robin Wood se refugió en mis oficinas de la Editorial, que quedaban al fondo de todo, para estar más tranquilo. Junto a él, Antonio Presa y yo. El brainstorming comenzó. Presa tiraba ideas. Robin caminaba peripatéticamente, golpeándose suavemente los labios con un lápiz, señal que estaba pensando. Yo, veinteañero, observaba cada detalle en silencio, sin atreverme a entorpecer el funcionamiento del laboratorio. Una semana después, tenía el primer guión de Dago en mi escritorio.
Ya dije que escribí algunos guiones suplentes durante el período Salinas.
Eura Editoriale de Italia compró casi toda la producción de Robin a Columba. Publicó veinte años en cinco. Columba cerró sus puertas y Robin siguió pruduciendo Dago para Italia, dibujado ahora por Carlos Gomez. Al igual que en Argentina, fue un éxito total. Salinas y Robin recibieron el Yelloy Kid por ello. Se imprimían multitud de monográficos y recopilaciones en tapa dura, a color y en papel satinado. Hasta se creó un Dago mensual, en un formato hasta ese momento nunca experimentado por la Eura. El llamado “bonelliano”. Es el que vemos en Dampyr, Dylan Dog, y Martín Mystere, entre otros.
Aún hoy, Robin Wood produce cómodamente 30 guiones por mes. Vaya a saber cuántos debía hacer a principios de la década del 2000 que es cuando decide abandonar –no del todo- el Dago mensual, para dedicarse, entre muchos otros personajes, al Dago semanal. Nos llama a Ricardo Ferrari y a mí para reemplazarlo. Y ahí nos largamos.
Ya recorrí los del 2006. Ahora van los del 2007.
Nunca estoy muy seguro de cuáles son, porque no los tengo y a veces se encuentran errores en la página web de Aurea Editorial, reconfiguración de la antigua Eura. Pero, en principio, son estos.
“El séptimo círculo”, una aventura fantasmagórica, donde Dago, luego de beber el filtro narcótico ofrecido por una bruja, entra en el Infierno del Dante para liberar el alma de un injustamente condenado.
“La ciudad de Kali”. O Kalikut, en sánscrito, el antiguo nombre de Calcuta. Hasta allí llega Dago para enfrentarse a los “thugs”. Ya saben, esos chicos malos que usan un dogal de seda para ahorcarte mientras dormís.
Hay otro firmado por mí que no reconozco. A veces, los editores cambian el título. Lo dejo pasar.
En “La Sombra de Yahir Khan”, una fortaleza es asediada por ese cruel y fantasmático mercenario que nadie ha visto jamás. Podría ser cualquiera, incluso algún infiltrado que mueve los hilos desde el interior mismo de la fortaleza.
Finalmente “Una espada hecha de estrellas”, trata sobre un forjador de espadas, descendiente de antiguos vikingos, que busca en el Kurdistán un meteorito caído hace cientos de años para forjar una espada con su metal.
Eso es todo. Por ahora.












jueves, 9 de septiembre de 2010

SEGUNDO PREMIO


No fue intención de engañar a mis contados seguidores, sino de gastarles una broma. El post anterior no es crónica, ni aviso, ni presentación, sino un relato corto que participó en el "Concurso de Cuento Policial", organizado en 1999 por el diario "La Voz del Interior" de Córdoba, Argentina. Luis Guzmán, Silvia Iparaguirre y el Jede de Redacción de "La Voz" conformaron el jurado. A "Marketing" le fue otorgado el segundo puesto.
También era la segunda vez que ganaba un premio, pero era como la primera. Mientras El Jefe de "La Voz", me lo comunicaba desde el otro lado del teléfono, yo lloraba arrodillado. No por los mil quinientos pesos/dolar, sino porque había participado voluntariamente del concurso, escrito el cuento especialmente para él, con la expectativa natural que tal hecho conlleva.
Al principio me decía que no podía ganar. Había demasiados talentos dispuestos a un puñado de dólares y un requecho de prestigio. Pues bien, no fue así.
El primer puesto se lo llevó un muchacho de San Francisco, Córdoba. El mío no fue ni tan "last", ni tan "least". Y lo más importante, me dejó una voz literaria que volví a usar en una novela aún inédita. Claro, ya no se trata de un relato corto. Es algo más vasto.
Dificilmente un realizador de cortometrajes pueda rodar un buen largo. Está bien, dirán, los grandes realizadores comenzaron forzosamente rodando clips. Pero no todos los cliperos llegan al largo. O si lo logran, quedan pedaleando en el vacío con su ópera prima. Argentina es uno de los países, en relación a su población, con más únicas óperas primas del mundo. Sin segundas partes, sin otra oportunidad. Con suerte, esos tipos quedan dirigiendo comerciales de Colgate.
Como excepción, recuerdo ese puñado de críticos formados en la mítica revista "Cahiers du Cinema" que se largaron a la calle, cámara en mano, para fundar la "nouvelle vague".
Por volver a la literatura, Borges nunca escribió una novela, aunque siempre exista alguno que intente exhumarla, al menos en el plano de la ficción.
El punto es que había recibido un premio y, por supuesto, viajé a Córdoba a tomar lo que era mío.
A los agasajados nos alojaron provisoriamente en una sala. Entre amigos y familiares, éramos como veinte. Todos se miraban con recelo, duritos y silenciosos como momias. Para romper el hielo, pregunté en voz alta y clara quién había ganado el primer premio. El muchacho de San Francisco levantó la mano tímidamente y como todos entendieron que no estaba prohibido hablar se armó el cotilleo.
Un secretaria rogó que la siguiéramos hasta el salón de actos. Hubo foto, entrevista, placa, copetín y dinero. Pero el jurado faltó a la cita con el viaje pago.
Adujeron paro de controladores aéreos y me pregunté con qué otras tonterías seguirían escondiendo su pereza. Hasta que entré a la sala de abordaje del novísimo aeropuerto cordobés.
Por allí corrían jaurías de niños salvajes, centenas de ellos, extraídos de "El Señor de las Moscas", pero vestidos con uniforme y sin isla desierta. Dios, rogué, no permitas que viajen en mi vuelo. Esta vez, Dios no me escuchó.
Las butacas de clase turista estaba formados por dos filas laterales de tres butacas por línea ocupadas por cabecitas gritándose, peleándose y revoleando bolsos. Yo había elegido ventanilla para ver el paisaje, como hago siempre que vuelo. Un modo de conjurar las fobias. Ya estás en el cielo cuando te morís.
Me senté en la ratonera cuando, a los segundos, un gordo trataba con saliva y sudor encajar el culo entre los estrechos posabrazos de la butaca media. Sin mirarlo, acoté con elegancia que él debía viajar en primera. Aquello llamó su atención. Quería saber más sobre su distinguida persona y cometió el error de preguntar por qué decía yo eso. Por lo ancho de las butacas, tuve que admitir con solemnidad.
El gordo decidió ahí mismo que ya no tenía nada más que hablar conmigo y enrocó su lugar con un silencioso alumno de uniforme azul, quedando el gordo en la butaca del pasillo. Lugar útil para ir a la toilette, aunque carente de estética topográfica.
Mientras miraba el cemento inmóvil de la pista, el gordo se arrodillaba en su butaca, mirando hacia atrás, girando la mano en alto y gritándole a la turba: "¿Cómo viene la mano?" El fuselaje estallaba en agudos aullidos prepúberes que no le hacían nada bien a mi dolor de cabeza. El gordo era el indudable líder hasta que una azafata le ordenó sentarse como es debido y ajustarse el cinturón. La aeronave carreteó y se alzó en el aire como Dumbo.
Al gordo no le bastaba. Aún de espaldas a sus cadetes seguía agitando la mano a grito pelado. Pero el chico a mi lado se mantenía en silencio, acurrucado, pálido con el flequillo pegado con sudor a su frente.
No me siento bien, farfulló, y ahí nomás, vomitó.
Como imaginarán, no era experto en tiro al pichón, por lo que sus perdigones alcanzaron mi pantalón de lino de Sain Laurent, que tanto había atesorado para un día como esos.
El gordo quedó petrificado, en tanto que el chico me miraba como pidiéndome perdón, pero incapaz de conseguirlo. Con un gruñido busqué la bolsa de papel en la guantera. Gracias a Dios. En cuanto la tuvo en su mano volvió a verter en ella lo que quedaba en su estómago. El gordo seguía sin saber qué hacer. La manito ya no le funcionaba.
Llamé a una azafata para que retirara la bolsa usada y trajera nuevas. Para ser sincero, la mujer no hizo nada más que eso. El pibe le importaba un carajo.
Por efecto de su propia naturaleza viscosa, pequeños y blancos corpúsculos predigeridos se negaban a abandonar parte de su cara desencajada. Saqué de mi mochila un paquete de pañuelos de papel para que se limpiara y evitar así mis náuseas. En uno de ellos, vaporicé una buena pinta del carísimo e inhallable "New West" para que aspirara algo agradable que atenuara su malestar. Me miró con miedo preguntándome qué clase de cosa era aquella que le incitaba a aspirar. Se ve que sus padres le habían aconsejado bien.
Perfume, gil, espeté mientras se lo enchufaba de prepo en la ñata. Por suerte, le gustó.
Uy, se admiraba el gordo, cuántas cosas útiles que tenés en la mochila. Sos todo un experto en vuelos.
Yo guardaba más cosas que nunca supo: una tira casi vacía de lexotanil y un ventolín, por las dudas.
El chico seguía sintiéndose mal. Imaginaba yo todavía cuántos esfínteres le quedaban por usar cuando el capitán anunció por altavoz que habíamos llegado a Buenos Aires, pero que sobrevolaríamos la bella ciudad iluminada por dos horas más por problemas técnicos en el aeropuerto. Recordé entonces la excusa del jurado. En efecto, los controladores exigían aumento de suelo. Al pibe lo señalé con el dedo y le ordené que se serenara, mientras sentía que los nervios empezaban su trabajito en mi sistema parasimpático.
Llegué a casa de madrugada. Mi mujer dormía. Tuve que comerme unas porciones de pizza en la barra de La Americana. Pero estaba contento. Venía con mi premio bajo el brazo.